Los humanos somos criadores destacados. Por un lado, porque hemos evolucionado en grupos donde funcionábamos como criadores cooperativos. Es decir, podía tocarnos criar a individuos que no fueran nuestra descendencia directa, y llevar a cabo esa labor con el mismo interés que en criar a nuestros hijos, era muy importante para nuestro grupo.[1] Por otro lado, porque —al igual que muchos otros animales—tenemos una predisposición innata a brindar cuidados parentales a nuestras crías. Estas conductas se activan como un impulso que genera atracción hacia los bebés, lo cual resultó un rasgo importante evolutivamente porque incrementaba la supervivencia de nuestra descendencia. Es decir, los padres que se sentían más atraídos hacia sus bebés, los cuidaban más; así, era más probable que esos bebés sobrevivieran más que otros y, a su vez, transmitieran esta predisposición parental innata a sus crías.[2]
Este mecanismo de ponernos en modo cuidador se activa a partir de detectar ciertos rasgos característicos de los bebés, los cuales se denominan “esquema infantil”: cabeza grande, cara redondeada, frente alta y prominente, ojos grandes, nariz y boca pequeñas. O sea que cuando percibimos estas características, nuestro cerebro interpreta inmediatamente que se trata de una cría y que necesita de cuidados.
Ahora bien, todo esto se complejiza porque estos rasgos infantiles no solo están presentes en las crías humanas, sino que también en crías de otras especies animales: como gatitos, focas o patitos. Aunque conscientemente sepamos que no se trata de nuestra descendencia, ni siquiera de un miembro de nuestra especie, la atracción también se activa enérgicamente dando lugar a lo que se conoce técnicamente como “respuesta a lo adorable”. Esta se refiere a un conjunto de reacciones afectivas positivas, con incrementos en la atención y la voluntad de brindar cuidados, conductas protectoras, y una disminución de agresión hacia la cría.[3]
Si bien esta disposición humana originalmente ayudó a las personas a ocuparse de sus propios hijos, el mecanismo es tan intenso y tan poco discriminativo, que se activa también frente a la presencia de las características juveniles no solo en bebés que no son nuestra descendencia, sino también en crías de otras especies, despertando nuestra tendencia a brindar cuidados.[4]
Y acá se agrega otro ingrediente, que es que durante la domesticación hemos modificado a los animales para que tengan más rasgos infantiles y para que los retengan por más tiempo. Es decir, todos los animales de especies cuyas crías dependen completamente de sus cuidadores para sustento y protección muestran características del esquema infantil, pero, superado el estado de dependencia, los rasgos infantiles tienden a desaparecer o a atenuarse. Durante la domesticación, fomentamos la conservación del estado juvenil en organismos adultos, o lo que se conoce como neotenia. En este sentido, nuestros perros parecen lobos infantilizados.[5]
Así, si sumamos la intensificación de rasgos del esquema infantil en nuestros animales de compañía, que despiertan nuestros impulsos por brindar cuidados parentales, entenderemos por qué para nuestro cerebro nuestros perros y gatos son frecuentemente interpretados como bebés a cuidar. Por eso, algunos investigadores sostienen que la tenencia de mascotas sería un caso de "adopción cruzada de especies", y que posiblemente se haya originado como consecuencia de un comportamiento parental mal dirigido.[6]
Esto no implica un error de juicio. Todos somos conscientes de que los animales de compañía no son nuestra descendencia. Sin embargo, los sabemos dependientes de nosotros y tenemos la motivación para brindarles nuestros cuidados, lo cual los ubica en un rol de símil-hijos o miembros dependientes a ser criados en la familia.
Referencias
[1] Hrdy, S. B. (2009). Mothers and others: The evolutionary origins of mutual understanding. Harvard University Press.
[2] Borgi, M., Cogliati-Dezza, I., Brelsford, V., Meints, K., & Cirulli, F. (2014). Baby schema in human and animal faces induces cuteness perception and gaze allocation in children. Frontiers in psychology, 5, 411.
[3] Lorenz, K. (1943). Die angeborenen Formen möglicher Erfahrung. Zeitschrift für Tierpsychologie, 5, 235-409.
[4] Archer, J., & Monton, S. (2011). Preferences for infant facial features in pet dogs and cats. Ethology, 117(3), 217-226.
[5] Serpell, J. (1996). In the company of animals: A study of human-animal relationships. Cambridge: Cambridge University Press.
[6] Serpell, J. A., & Paul, E. (2011). Pets in the family: An evolutionary perspective. En C. A. Salmon, & T. K. Shackelford (Eds.) The Oxford handbook of evolutionary family psychology (298-309). Oxford University Press.